jueves, 21 de octubre de 2010

Madame Tenedor


U
na señal de envejecimiento es la pérdida de la capacidad de asombro, por eso me gusta viajar en el Metro, porque veo tantas cosas extraordinarias que me siento como una niña de 7 años, el Metro es mi fuente de la juventud.



Mientras hago mi trayecto cotidiano escucho música, me imagino cosas y observo otras. De vez en cuando, si alguna conversación está interesante o hay algún evento que amerite más atención que la visual, me quito los audífonos y concentro mis sentidos en eso, especialmente si la mayoría reacciona y pide el linchamiento de algún usuario, que fue lo que le ocurrió a la loca del tenedor.



La protagonista de este relato tiene alrededor de 40 años, es lo que aquí llamaríamos una persona normal: cara común, ropa común, cuerpo común, tan común y tan normal que cansada de tantos atropellos decidió valerse de un objeto común para solucionar algo que ya se considera normal entre los usuarios del Metro: la falta de respeto, de consideración y de tolerancia.



Para poder ingresar al vagón, Madame Tenedor, nombre con el que he decidido bautizar a mi nueva heroína, decidió una mañana a las 7:45 abrirse paso con pinchazos a diestra y siniestra entre los usuarios mal vivientes que se quedan atravesados en las puertas. Ataviada con una corona de tenedores de plata y otro muy pequeñito y filoso en la mano, ella materializó lo que muchas veces he pensado debería ocurrir, que alguien tomara acciones contra los abusadores de oficio que no respetan las normas de sana convivencia en los espacios públicos.



Algunos problemas no ameritan soluciones homeopáticas, no justifico que la violencia se combata con más violencia, pero sí aplaudo la determinación de mi heroína por hacer algo cuando el sentido común de los usuarios no funciona y el sistema no actúa a pesar de tantas quejas, señales, comentarios, peleas, gritos y otras formas de agresión. Si a este mal no se le encuentra una cura rápidamente, vendrán Mr. Pistolón, el Sr. Navaja y el mismísimo Jack el Destripador a vengarse de un sistema indiferente, que va estimulando la formación de sociópatas en vez de la de ciudadanos.


Yo, mientras no vea que esto cambia, le rendiré culto a Madame Tenedor, eso sí, estaré un poco más paranoica de lo normal y bien lejos de la entrada de los vagones, no vaya a ser que en medio de uno de sus trabajos como justiciera la señora se confunda y me puye un ojo.



Como no pude fotografiar a Madame Tenedor, cosa que es usual en los superhéroes, mi querida comadre, a quien le dedico con mucho amor este post, se prestó como modelo.

domingo, 10 de octubre de 2010

Pole dance en el Metro



Si de técnicas de seducción se trata, el baile es una de las más antiguas y multisensoriales que el ser humano ha podido experimentar. El baile no sólo es tacto, es olor que va y viene con cada movimiento, implica mirar y respirar de determinada forma, interactuar con el disfrute y la intención.

Los venezolanos aprendemos a bailar desde que estamos en el vientre, pues dentro de los rituales del embarazo está el de bailar la barriga para que el muchacho salga alegre y el parto sea feliz. Venezolano que se respete baila hasta los comerciales de televisión, los repiques de los celulares y la música de la fiesta del vecino, lo cual quiere decir que no hay dudas de que en este país a nadie le quitan lo baila’o.

Desde hace algún tiempo está de moda danzar en el tubo, pero lo que el resto del mundo no sabe es que el pole dance, como se conoce este arte, tiene una variante caribeña que se ha ido perfeccionando desde que en Venezuela rodó el primer autobús.

Todo comenzó cuando Cheo, compadre del portu a quien se le ocurrió crear la primera línea de autobuses, quedó desempleado. Como parte de la camaradería que nos caracteriza, el portu le consiguió una licencia de 5ta a su compadre, quien por cierto no sabía manejar, y le dio trabajo. Cheo, muy emocionado, recogía todos los pasajeros que a la fuerza entraban en el autobús y éstos, entre maromas y chistes hallaron en los tubos pegados al techo, en los bordes de los asientos y en la entrada del vehículo miles de formas de agarrarse y de sobrevivir a los frenazos suicidas del loco conductor. De allí surgió el código de ética de los conductores de autobuses y la particular versión criolla de uno de los bailes más eróticos del momento.

La inauguración del Metro de Caracas, el 2 de enero de 1983, no interfirió con la práctica de este baile, al contrario, el error de cálculo sobre el crecimiento de la población caraqueña con respecto a la capacidad de pasajeros que en condiciones humanas deben caber en andenes y vagones obligó a los usuarios a encontrar nuevas maneras de contorsionarse en los tubos: con la yema del dedo, con un dedo simulando un gancho; con dos mientras alguien le recuesta la barriga en la espalda; con la barbilla pegada al pecho para no oler la axila del prójimo; con la mejilla en el tubo, una mano en la cartera y en la otra el celular, entre otras.

Lo maravilloso del pole dance al estilo Metro de Caracas es que su práctica no discrimina ni por edad, sexo o condiciones físicas, tampoco exige usar ropa sexy y lo mejor de todo es que cada sesión es muy económica, pues viene incluida en la compra del ticket para ingresar al sistema.

Después de todo ese entrenamiento es difícil no entender por qué los venezolanos somos además de excelentes bailarines, los más sexys del planeta.

Por cierto, recientemente el Metro de Caracas condecoró a Cheo por sus 20 años de servicio como instructor estrella de manejo de trenes. Su legado se deja sentir tras cada mentada de madre después de esos frenazos a los que aún no nos acostumbramos.

viernes, 8 de octubre de 2010

El valor de un gallo



Hace días conversaba con una viejita apureña que conocí en el Metro. Ella me contaba muy entusiasmada que en su monte, como ella misma lo llama, la Madre Tierra le provee de todo lo que necesita. Por ejemplo, me dijo que nunca en su vida ha necesitado de ningún aparato eléctrico que le recuerde que debe salirse de su hamaca porque el gallo del corral canta tempranito y le anuncia que ya casi sale el sol. Qué maravilla, ella sólo alimenta a su gallo con los restos de comida y algo de maíz y a cambio tiene no sólo su bello canto cada madrugada; también él se come cuanto bichito anda por ahí, monta las gallinas y hasta le espanta los malos espíritus.

Tres días después de la tertulia con la señora, vi en Plaza Venezuela un episodio revelador, muy relacionado con lo que ella me comentaba. En la cola por la zona demarcada para ingresar al vagón, casualmente ordenada ese día, observé a un señor que llevaba algo que se movía dentro de una funda de almohada. En mi afán por ver qué cosa viva viajaba clandestinamente, decidí perseguirlo hasta que no me resistí y le pregunté qué era. El señor me respondió con hechos, con mucha sutileza abrió la funda y rápidamente asomó la cabeza un lindo gallo blanco y marrón, asustado y acalorado por el encierro.

Mientras él le daba un poco de aire con su mano y los otros curiosos se acercaban para ver al gallo casi asfixiado, tuve una visión ecológica de cómo emplear soluciones naturales y económicas a varios de los problemas que nos aquejan en el bizarro mundo de nuestro subterráneo transitar. Pensé que como muchos usuarios aún no han entendido la razones por la cuales no deben ingerir alimentos en el sistema Metro, los gallos, y por qué no algunas gallinitas, podrían servir de exterminadores naturales de las miles de chiripas que también viajan, se casan y se reproducen en los vagones a causa de las toneladas de migajas de comida y papeles de chucherías que lanzan al piso. Esto, a su vez, evitaría emplear algún químico en polvo o líquido que además de matar a la plaga también exterminara a los usuarios débiles de salud, en vista de que no hay extractores de aire y de que el aire acondicionado nunca funciona.

Otra fortaleza del gallo es su hermoso canto, el cual surgiría sin problema alguno dado que desde hace mucho tiempo nuestro Metro no dista mucho de parecer un gallinero. Ya me imagino unos cuantos ejemplares con sus chalequitos identificados, colocados en unos tablones sobre cada puerta y con un mecate atado a la cola, que llegaría hasta el operador del tren, quien en vez de accionar la tradicional señal de cierre de puertas, sólo tendría que halar el mecate para que el gallo cantara. Esto sustituiría el estridente sonido de la alarma que deja los oídos de quienes están cerca de las cornetas con unos decibeles menos de captación. Los tablones, bordeados de alambres de púas tricolor, evitarían asimismo que los usuarios con menos cerebro que el plumífero se guinden de esa parte de la puerta para entrar a presión cuando ya no cabe ni una chiripa más, lo que a su vez también eliminaría lo empujones e insultos innecesarios, unos cuantos pisotones y las mentadas de madre que generan más peleas que soluciones.

Ese chillido del gallo cumpliría otra importante función: romper la mala vibra que tras cada cierre de puertas dejan las maldiciones que lanzan los usuarios por los retrasos, por la falta de aire, por aquellos que se atraviesan en las puertas, por los que llevan su música a todo volumen y aún no saben convivir en un espacio público, por los que hablan mal del prójimo, en fin, por todo aquello que podría solucionarse con un poco de voluntad por parte de todos. Por último, para fomentar el reciclaje, los usuarios aprenderían a clasificar los desechos en sus hogares y le traerían a los gallos todo aquello con lo que éstos pudieran alimentarse, de esa forma se estaría desarrollando un proyecto autosustentable.

Y si en algún episodio desafortunado un gallo resultara herido, pues simplemente alguien podría llevarse su gallo muerto y garantizar el sancochito de ese día. Nada mal para estos tiempos de crisis económica y ambiental.

Gracias a la señora apureña con quien hablé ese día, de quien, por cierto, no sé su nombre.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Más bueno que el pan

Creo que esa costumbre de quitarle las puntitas al pan mientras uno lo lleva a casa es muy venezolana. Desde la primera vez que mi mamá me mandó a comprar pan lo hice y hasta el día de hoy no he tenido la fuerza de voluntad suficiente para entregar un pan entero, y es que el olor a pan recién horneado es uno de los mejores que he sentido.


Un pan en la bolsa de papel, calientito y con la concha dorada es una verdadera tentación; merece respeto, admiración; despierta el deseo y una pasión incontrolable, permitida, tanto que no importa cuánto esfuerzo uno haya hecho por mantener la línea, simplemente un pan recién salido del horno hace que uno piense que la dieta puede irse al carajo.


Hacer que la mantequilla se derrita sobre el cuerpo tibio del pan es uno de los actos que más se parece al oficio de ser Dios, porque sólo un ser supremo puede lograr que dos naturalezas tan diferentes se complementen de esa forma sublime y perfecta.


Todo eso pensaba la noche en que camino a casa le cedí mi tan preciado puesto en el metro a la bolsa de pan que llevaba un señor.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El árbol infiel

Cierta noche caminaba por el boulevard de Sabana Grande, cuando en medio del paso apurado por llegar a la estación del Metro de Plaza Venezuela, la más cercana al Gran Café, escuché un llanto que llamó mi atención. Me detuve y miré a cada lado para saber de dónde venía el sonido tan insistente, pero no vi persona alguna, cosa que me asustó y más habiendo crecido entre cuentos de espantos y aparecidos. Me detuve un segundito cerca del árbol más próximo para acomodar mi zapato y seguir el camino rápidamente antes de que cerraran la estación. Apenas puse la mano en el tronco, sentí las vibraciones del llanto que momentos antes había escuchado, lo que me asustó muchísimo más pero que al mismo tiempo avivó mi curiosidad, pues no es usual que un árbol llore, no por lo menos que yo sepa.

Vacilé entre salir corriendo y preguntarle al árbol qué le pasaba, ya qu
e no había nadie mirándome, y como soy más curiosa que miedosa, me atreví a hablarle. La voz ronca y suave del árbol me dijo entre sollozos que había perdido al amor de su vida y que sin ella él no podía seguir viviendo, que no aguantaba tanto dolor. Le dije: -“Coño árbol, déjate de vainas, algo habrás hecho para que te dejaran, porque con la cantidad de mujeres que hay en este país para cada hombre y árbol, algo muy feo tuviste que haber hecho”. El árbol me dijo que él sólo tuvo un momento de debilidad que no se perdonaría jamás. “¡Ajá!” – le dije- “¡yo tenía razón, árbol infiel!, ¡eres cómo todos, chico!, y ahora andas ahí con esa lloradera, ¡bien hecho que te pasó!, pero ahora termina de contarme ya que estoy como la propia loca hablando con un árbol, y rápido que ya casi cierran la estación, dime por lo menos qué hiciste”. Cuando el árbol dio el primer suspiro para iniciar el relato, vi dos hombres con actitud sospechosa que caminaban en dirección hacia donde yo estaba, hecho que me asustó mucho más que un árbol hablándome, por lo que sólo tuve tiempo, celular en mano, de tomarle una foto, decirle que volvería luego por la historia y salir corriendo hasta la estación.

Al día siguiente, tan temprano como pude fui a visitar al árbol. Le di una palmada en la corteza y lo saludé con voz de cómplice, pero lo único que conseguí, aparte del raspón en la palma de la mano, fue una carcajada burlona de la señora que vende mango verde con sal en la esquina. Ahora sólo me queda inventarme el final de la historia con lo que me dejó la foto, que no sé si es del árbol o de algún humano que aún no sabe reconocer un bote de basura.

sábado, 11 de septiembre de 2010

El bien oculto

¡Me encantan los refranes!, tan esperanzadores algunos, tan pesimistas otros, pero tan sabios todos. Uno de los que más me gusta, al que denomino como el más optimista de todos los refranes del mundo es “detrás de todo mal hay un bien oculto”. Esa frase más el detallito de contar hasta diez me ha salvado en infinitas ocasiones de sacar a la Sra. Hyde, pues cuando estoy al borde de la locura inicio la cuenta mientras le busco el bien oculto a la situación. Si yo cobrara un bolívar por las veces que he contado hasta diez cuando viajo en el Metro ya me hubiese comprado un carro, pero como eso no va a ocurrir bajo esas circunstancias, entonces tengo que encontrar el bien oculto, que después de todo no está tan escondido.

Hay momentos en los que he querido hacer algún curso de cosas básicas que uno cree que sabe y resulta que no, como maquillarse en público y estando de pie o remendar una prenda mientras se lleva puesta, entre otros, pero el tiempo disponible para eso y en ocasiones el dinero son siempre razones para posponerlo; no obstante -y de forma gratuita- la necesidad que tienen muchas personas de culminar actividades importantes antes de llegar a donde sea que deben ha permitido que quienes viajamos en el Metro de Caracas tengamos momentos de verdadero aprendizaje significativo, tan útiles y tan variados que si hubiese que pagar por ellos ni alcanzaría el dinero ni mucho menos el tiempo para todo lo que hay que aprender.

De toda la variedad de cursos que se dictan en estos eduvagones caraqueños, los que más me gustan son los que tienen que ver con el cuidado personal, después de todo la fama de coquetas de mis coterráneas venezolanas no es tan inútil. Las sesiones de maquillaje intensivo se observan casi siempre en las mañanas. Allí hay instructoras para elegir: con la cara totalmente lavada, las que tuvieron tiempo de colocarse la base, las que mientras esperaban en el andén se maquillaron sólo un ojo o las que se pusieron máscara de pestañas y se mancharon los párpados (esas enseñan técnicas de corrección). También están las demostraciones de maquillaje acrobático y de pie, que varían desde recostarse de la espalda más cercana para no perder el equilibrio hasta cómo abrazarse del tubo con todas sus fuerzas, pegar todas las partes posibles del cuerpo y sacar, por lo menos, a las cinco personas que ya estaban agarradas.

Además de lo anterior hay, para los afortunados que estén cerca de las maquilladoras, un toque de decorado artístico en su ropa que le puede durar hasta que encuentre un detergente súper efectivo, porque cuando le toca el turno a la sombra de ojos o al compacto suelto, la mayoría sopla su pincel para eliminar los excedentes y usted recibe, como premio, un diseño multicolor que hasta podría servirle para terminar su matrimonio.

Ese mismo tópico de la belleza incluye las clases de manicure y pedicure, con técnica de decorado de vagón en movimiento y acabado de frenado repentino; como valor agregado una buena dosis de olor concentrado a pintura de uñas que además sirve para disimular el olorcito de los peos matutinos, que por supuesto nunca faltan en el vagón repleto.

Y mientras todo esto ocurre, aprovecho para hacer un poco de gimnasia cerebral, porque ya cansada de contar hasta diez en español, me aprendí los números en otras lenguas. Tengo mucho que agradecer a los Dioses por tantos bienes ocultos que me dan camino al trabajo cada día.

En la foto la más fabulosa de todas las instructoras que he visto en el Metro. Ella se hizo la pedicure sentada sobre su bolso, en la entrada del vagón, a las 8 am, desde Ruiz Pineda hasta Parque Central.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Gatos sin bigotes


Siempre escuché que si uno le cortaba los bigotes a un gato éste se volvía loco. ¡Claro! al ser ignorante en la materia gatuna, me creí el cuento. Hace casi tres meses adopté a una hermosa gata negra, Hexe es su nombre y significa “Bruja” en alemán, pero esa es otra historia. La que tiene que ver con ésta es el asunto de los bigotes.


Una de las cosas que me preocupaba de llevar a Hexe a la casa era que mi hijo pequeño cayera en la tentación de cortarle los bigotes, razón por la cual escondí las tijeras y le di una larga charla sobre lo que podría ocurrir si el gato se vuelve loco, desde cómo se convertiría en vampiro después de chuparle la sangre de su yugular brincona mientras él duerme, hasta cómo nuestra gata podría perder el recuerdo de dónde queda su caja de arena y confundirla con la caja de juguetes. Guillermo me creyó.


En medio de mi inquietud por darle una buena crianza a Hexe comencé a documentarme sobre el cuidado de los gatos, ¡y qué creen! no resistí averiguar si era cierto lo de la locura por falta de bigotes. En efecto, si a un gato se le cortan los bigotes enloquece, cito: “Los bigotes del gato son verdaderos sensores que entregan al animal importante información de su entorno inmediato. Nunca deben ser recortados, pues con ello se estaría afectando la seguridad, los movimientos y la orientación del gato”. Sin desestimar las posibles transformaciones que ya le había relatado a mi hijo, compartí con él esta información, así cuando él dijera que su gata podía volverse vampira pero al mismo tiempo hablara del asunto de los sensores, lo primero parecería la inocente conclusión de un niño de 7 años afectado por la televisión y lo segundo, tan razonable, salvaría su reputación.


Algunos días después de esta intensa conversación sobre los bigotes del gato estuve en el Metro con Guille, fue horrible, nos empujaron, nos chocaron, nos golpearon con bolsos, bolsas, codos; daba lo mismo caminar por la derecha pues siempre había alguien de frente en sentido contrario. Antes de hacer la transferencia en Plaza Venezuela nos detuvimos en la pared donde todo el mundo se espera para dejar que pasara la mayor cantidad posible. Entre tanto, yo aproveché para explicarle que eso era normal en nuestro Metro, que estábamos sobrepoblados y que, además, teníamos políticas de planificación urbana poco eficientes, pero él fue menos complicado en su interpretación de lo que ocurría, sólo me dijo que las personas no sabían caminar por un mismo canal, que todos parecían gatos sin bigotes. Después de eso, cada vez que viajo en Metro no puedo dejar de imaginar qué raza de gato es cada quien.


En la foto, Hexe, en su posición de “Maja Peluda” y la cita es de http://www.mascotas.org/gatos/cuidados_basicos_de_los_gatos.html

¡Ese puesto es mío!

Hace días estaba en el campo de béisbol donde practica mi hijo Guille y me llamó la atención que mientras todos los representantes y acompañantes estábamos sentados en el piso, en la grama y en los muritos de construcciones inacabadas, el único asiento disponible lo ocupaba un perro.

Después de tomarle la foto a la escena, que es la que acompaña esta entrada, busqué al encargado del terreno para que me hablara sobre el dueño de la silla. “La Doña”, que es como se llama la perra, es la guardiana del lugar, muy fiel, buena compañera, juguetona y cariñosa, pero brava como una leona cuando se trata de defender lo suyo… y la silla es de ella.

Durante la conversación con el señor, fue inevitable caer en el tema de los asientos, la cortesía, la educación, la juventud, los valores y el metro. Cada vez que hablo con cualquier persona sobre el asunto, hay un punto de vista distinto pero muy válido. Por ejemplo, hay quienes opinan que los asientos, sean del color que sean, deben estar destinados para las personas de la tercera edad, para quienes tienen alguna discapacidad o movilidad reducida, para las mujeres embarazadas o para quienes lleven niños cargados. Creo que es válido, con condiciones.

Cuándo comienza la tercera edad, cuáles son los criterios que hay que tomar en cuenta para ceder el puesto. Tengo una amiga que tiene 66 años y se ve y se siente mejor que muchas de 35, mi abuela tiene 81 y tiene una energía inagotable. Recuerdo cuando mi amiga tenía 50 y tantos años, realmente me parecía mucho más vieja de lo que se ve ahora y las razones son que mientras ella tenía que salir a diario a trabajar (sin carro, en autobús, a pie, en lo que estuviese disponible como transporte público) se agotaba muchísimo más, tenía más estrés y, en consecuencia, se sentía peor; pero ahora, jubilada, ha sufrido una suerte de rejuvenecimiento gracias a que, según sus propias palabras, no tiene que cumplir un horario, caerse a golpes para abordar un vagón o una camionetita, entre otras razones, por supuesto. Ahora ella, cuando viaja en metro, se va para los vagones de los extremos, que son los que tienen los puestos azules, pero no para ir sentada, sino porque tiene más tiempo para desplazarse hacia allá pues no cumple horario y para no obligar a cualquier joven cansado de trabajar a darle el puesto a una persona de la tercera edad que realmente no lo necesita. ¡Mi amiga es mi heroína!

He visto personas que lucen cansadas darle el asiento a hombres y mujeres que llevan un bebé en brazos, yo misma lo he hecho, pero también he visto a otras que cargan al muchachote de 6 años para salirse con la suya; he visto a viejitas, en tacones más altos que los que usan muchas jóvenes, insultar a viva voz porque ellas viajan de pie, también he visto a algunos caballeros de sesenta y tanto en estado de ebriedad reclamando el puesto que les pertenece, he visto tantas injusticias hacia la gente joven que también se merece la oportunidad de viajar sentada después de un día agotador de trabajo…

Hoy pensé que La Doña, la perra cuidadora del estadio de béisbol, tenía toda la razón de ocupar la única silla disponible, ella espanta las ratas, las culebras, los ladrones y realmente no me imagino a las viejitas que van al estadio haciendo lo mismo.

jueves, 6 de mayo de 2010

¡Quién fuera mocho!


¡Cuida’o con el mocho! ¡Cuida’o y me despeinan!, son las frases de presentación de uno de los tantos personajes que transitan por el Metro de Caracas desde hace ya bastante tiempo. “El mocho”, como él mismo se denomina, es un hombre de aproximadamente cuarenta y tantos años a quien le falta ambas piernas y cuyo medio de subsistencia consiste en pedir dinero, oficio, de paso sea dicho, muy difundido actualmente y con unos despliegues de creatividad que jamás pensé ver y escuchar.

La rutina del mocho hasta hoy siempre fue la misma: entrar al vagón, transitar muy rápido por los estrechos pasillos mientras grita su pregón envuelto en miseria y mueve constantemente una botella plástica que alguna vez tuvo refresco (de esas de 600 ml) y que ahora, con el pico cortado casi a dentelladas, contiene unas cuantas monedas que él hace sonar una y otra vez. Sin embargo algo hizo que el mocho, tal vez por culpa de Mercurio retrógrado, caminara más lento que de costumbre y se detuviera debajo de unas inmensas nalgas empaquetadas en un pantalón blanco e hilo dental. Sin reserva alguna, con un descaro e ingenuidad que hacía tiempo no observaba, él las contempló desde su perspectiva privilegiada, si se piensa en el hecho, y les dedicó un intento de poema tan goloso como soez. Vi sus manos a punto de aferrarse a esas montañas flotantes, pero él prefirió hacer sonar nuevamente la botella para disimular el ruido de su corazón que podía escucharse por encima de su voz.


La emoción de hoy le valió más billetes que monedas por parte del público masculino… y la expresión de un cómplice anónimo que no se aguantó la frase de ¡quién fuera mocho!


En la foto, otro de los carteles curiosos del zapatero que trabaja cerca de la casa de mi papá.

miércoles, 7 de abril de 2010

Los fruteros de estas calles…

Venezuela es tierra de frutas exóticas, de metáforas de frutas, de eufemismos frutales. Estas calles son de los fruteros, de los de profesión, de los de oficio, de los poetas, de los piropeadores, de los árboles de mango en cualquier avenida.

Llegó abril y con él los camiones cargados de frutas que se venden, a punta de megáfono y robo de sueño tempranero, en las avenidas de las zonas populares. Abril y sus frutas reviven el imaginario eufemístico de estas mentes golosas y obsesivas por un par de cocos o de melones debajo de cualquier blusa; por las patillas al final de la espalda, por cualquier boca de guayaba dulce.

Cuando los árboles de las avenidas cobran venganza y nos devuelven el maltrato del smog en forma de millones de mangos que se descomponen en las aceras, algo mágico ocurre en la ciudad. Caracas se perfuma y se adorna de gemas amarillas y los caraqueños se contaminan de una sensualidad frutal que muchas veces llega a las fronteras de la escatología. De pronto las mujeres son mangos también y los hombres insisten en querer llegar hasta la semilla, aunque sea con palabras callejeras.

En abril todo huele a frutas…

En la imagen, los fruteros que están a la salida del Metro, muy cerca de mi casa.


De nuevo nos acompaña Oscar D’León, esta vez con el frutero, ¡disfrútenlo!



miércoles, 27 de enero de 2010

Sobre perros y calles




No sé qué tiene la mirada de los perros callejeros que me conmueve tanto, no tienen ojos de animal ni de persona, es una mirada que habla en su lengua perruna y que se entiende tan fácil, con sentimiento. Las calles de Caracas están habitadas por miles de perros, y digo habitadas, tal cual, porque no son transeúntes, ellos hacen vida allí.

Tengo unos cuantos perros amigos cerca de mi casa, los veo a diario, los saludo y ellos a cambio menean su cola y a veces me acompañan hasta la estación del Metro. Algunos tienen nombre, como Diva, que siempre entrena mientras le monta cacería a los pajaritos negros que viven cerca del árbol que está frente al carrito de perros calientes. Ella sueña con ser top model, a pesar de su maternidad temprana y del abandono de su marido, que es un perro; o Los Novios, dos mestizos que juegan por las mañanas, que se besan y se dicen secretitos entre dentada y dentada y que despiertan la envidia de más de uno que no tiene con quien jugar.

Cerca de la casa de mi papá hay un zapatero que tiene un puesto pequeñito en la calle, él es el mejor cuidador de perros callejeros que he visto en mi vida. Su perro, callejero, tiene una rutina nada despreciable. Cada tarde, después de la 1 y hasta casi las 3 duerme en el medio de la acera, y para que nadie perturbe la siesta, el zapatero coloca un cartel de advertencia, pero no de perro bravo, sino de “perro dormido”.

A veces quisiera ser un perro callejero.