lunes, 27 de septiembre de 2010

Más bueno que el pan

Creo que esa costumbre de quitarle las puntitas al pan mientras uno lo lleva a casa es muy venezolana. Desde la primera vez que mi mamá me mandó a comprar pan lo hice y hasta el día de hoy no he tenido la fuerza de voluntad suficiente para entregar un pan entero, y es que el olor a pan recién horneado es uno de los mejores que he sentido.


Un pan en la bolsa de papel, calientito y con la concha dorada es una verdadera tentación; merece respeto, admiración; despierta el deseo y una pasión incontrolable, permitida, tanto que no importa cuánto esfuerzo uno haya hecho por mantener la línea, simplemente un pan recién salido del horno hace que uno piense que la dieta puede irse al carajo.


Hacer que la mantequilla se derrita sobre el cuerpo tibio del pan es uno de los actos que más se parece al oficio de ser Dios, porque sólo un ser supremo puede lograr que dos naturalezas tan diferentes se complementen de esa forma sublime y perfecta.


Todo eso pensaba la noche en que camino a casa le cedí mi tan preciado puesto en el metro a la bolsa de pan que llevaba un señor.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El árbol infiel

Cierta noche caminaba por el boulevard de Sabana Grande, cuando en medio del paso apurado por llegar a la estación del Metro de Plaza Venezuela, la más cercana al Gran Café, escuché un llanto que llamó mi atención. Me detuve y miré a cada lado para saber de dónde venía el sonido tan insistente, pero no vi persona alguna, cosa que me asustó y más habiendo crecido entre cuentos de espantos y aparecidos. Me detuve un segundito cerca del árbol más próximo para acomodar mi zapato y seguir el camino rápidamente antes de que cerraran la estación. Apenas puse la mano en el tronco, sentí las vibraciones del llanto que momentos antes había escuchado, lo que me asustó muchísimo más pero que al mismo tiempo avivó mi curiosidad, pues no es usual que un árbol llore, no por lo menos que yo sepa.

Vacilé entre salir corriendo y preguntarle al árbol qué le pasaba, ya qu
e no había nadie mirándome, y como soy más curiosa que miedosa, me atreví a hablarle. La voz ronca y suave del árbol me dijo entre sollozos que había perdido al amor de su vida y que sin ella él no podía seguir viviendo, que no aguantaba tanto dolor. Le dije: -“Coño árbol, déjate de vainas, algo habrás hecho para que te dejaran, porque con la cantidad de mujeres que hay en este país para cada hombre y árbol, algo muy feo tuviste que haber hecho”. El árbol me dijo que él sólo tuvo un momento de debilidad que no se perdonaría jamás. “¡Ajá!” – le dije- “¡yo tenía razón, árbol infiel!, ¡eres cómo todos, chico!, y ahora andas ahí con esa lloradera, ¡bien hecho que te pasó!, pero ahora termina de contarme ya que estoy como la propia loca hablando con un árbol, y rápido que ya casi cierran la estación, dime por lo menos qué hiciste”. Cuando el árbol dio el primer suspiro para iniciar el relato, vi dos hombres con actitud sospechosa que caminaban en dirección hacia donde yo estaba, hecho que me asustó mucho más que un árbol hablándome, por lo que sólo tuve tiempo, celular en mano, de tomarle una foto, decirle que volvería luego por la historia y salir corriendo hasta la estación.

Al día siguiente, tan temprano como pude fui a visitar al árbol. Le di una palmada en la corteza y lo saludé con voz de cómplice, pero lo único que conseguí, aparte del raspón en la palma de la mano, fue una carcajada burlona de la señora que vende mango verde con sal en la esquina. Ahora sólo me queda inventarme el final de la historia con lo que me dejó la foto, que no sé si es del árbol o de algún humano que aún no sabe reconocer un bote de basura.

sábado, 11 de septiembre de 2010

El bien oculto

¡Me encantan los refranes!, tan esperanzadores algunos, tan pesimistas otros, pero tan sabios todos. Uno de los que más me gusta, al que denomino como el más optimista de todos los refranes del mundo es “detrás de todo mal hay un bien oculto”. Esa frase más el detallito de contar hasta diez me ha salvado en infinitas ocasiones de sacar a la Sra. Hyde, pues cuando estoy al borde de la locura inicio la cuenta mientras le busco el bien oculto a la situación. Si yo cobrara un bolívar por las veces que he contado hasta diez cuando viajo en el Metro ya me hubiese comprado un carro, pero como eso no va a ocurrir bajo esas circunstancias, entonces tengo que encontrar el bien oculto, que después de todo no está tan escondido.

Hay momentos en los que he querido hacer algún curso de cosas básicas que uno cree que sabe y resulta que no, como maquillarse en público y estando de pie o remendar una prenda mientras se lleva puesta, entre otros, pero el tiempo disponible para eso y en ocasiones el dinero son siempre razones para posponerlo; no obstante -y de forma gratuita- la necesidad que tienen muchas personas de culminar actividades importantes antes de llegar a donde sea que deben ha permitido que quienes viajamos en el Metro de Caracas tengamos momentos de verdadero aprendizaje significativo, tan útiles y tan variados que si hubiese que pagar por ellos ni alcanzaría el dinero ni mucho menos el tiempo para todo lo que hay que aprender.

De toda la variedad de cursos que se dictan en estos eduvagones caraqueños, los que más me gustan son los que tienen que ver con el cuidado personal, después de todo la fama de coquetas de mis coterráneas venezolanas no es tan inútil. Las sesiones de maquillaje intensivo se observan casi siempre en las mañanas. Allí hay instructoras para elegir: con la cara totalmente lavada, las que tuvieron tiempo de colocarse la base, las que mientras esperaban en el andén se maquillaron sólo un ojo o las que se pusieron máscara de pestañas y se mancharon los párpados (esas enseñan técnicas de corrección). También están las demostraciones de maquillaje acrobático y de pie, que varían desde recostarse de la espalda más cercana para no perder el equilibrio hasta cómo abrazarse del tubo con todas sus fuerzas, pegar todas las partes posibles del cuerpo y sacar, por lo menos, a las cinco personas que ya estaban agarradas.

Además de lo anterior hay, para los afortunados que estén cerca de las maquilladoras, un toque de decorado artístico en su ropa que le puede durar hasta que encuentre un detergente súper efectivo, porque cuando le toca el turno a la sombra de ojos o al compacto suelto, la mayoría sopla su pincel para eliminar los excedentes y usted recibe, como premio, un diseño multicolor que hasta podría servirle para terminar su matrimonio.

Ese mismo tópico de la belleza incluye las clases de manicure y pedicure, con técnica de decorado de vagón en movimiento y acabado de frenado repentino; como valor agregado una buena dosis de olor concentrado a pintura de uñas que además sirve para disimular el olorcito de los peos matutinos, que por supuesto nunca faltan en el vagón repleto.

Y mientras todo esto ocurre, aprovecho para hacer un poco de gimnasia cerebral, porque ya cansada de contar hasta diez en español, me aprendí los números en otras lenguas. Tengo mucho que agradecer a los Dioses por tantos bienes ocultos que me dan camino al trabajo cada día.

En la foto la más fabulosa de todas las instructoras que he visto en el Metro. Ella se hizo la pedicure sentada sobre su bolso, en la entrada del vagón, a las 8 am, desde Ruiz Pineda hasta Parque Central.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Gatos sin bigotes


Siempre escuché que si uno le cortaba los bigotes a un gato éste se volvía loco. ¡Claro! al ser ignorante en la materia gatuna, me creí el cuento. Hace casi tres meses adopté a una hermosa gata negra, Hexe es su nombre y significa “Bruja” en alemán, pero esa es otra historia. La que tiene que ver con ésta es el asunto de los bigotes.


Una de las cosas que me preocupaba de llevar a Hexe a la casa era que mi hijo pequeño cayera en la tentación de cortarle los bigotes, razón por la cual escondí las tijeras y le di una larga charla sobre lo que podría ocurrir si el gato se vuelve loco, desde cómo se convertiría en vampiro después de chuparle la sangre de su yugular brincona mientras él duerme, hasta cómo nuestra gata podría perder el recuerdo de dónde queda su caja de arena y confundirla con la caja de juguetes. Guillermo me creyó.


En medio de mi inquietud por darle una buena crianza a Hexe comencé a documentarme sobre el cuidado de los gatos, ¡y qué creen! no resistí averiguar si era cierto lo de la locura por falta de bigotes. En efecto, si a un gato se le cortan los bigotes enloquece, cito: “Los bigotes del gato son verdaderos sensores que entregan al animal importante información de su entorno inmediato. Nunca deben ser recortados, pues con ello se estaría afectando la seguridad, los movimientos y la orientación del gato”. Sin desestimar las posibles transformaciones que ya le había relatado a mi hijo, compartí con él esta información, así cuando él dijera que su gata podía volverse vampira pero al mismo tiempo hablara del asunto de los sensores, lo primero parecería la inocente conclusión de un niño de 7 años afectado por la televisión y lo segundo, tan razonable, salvaría su reputación.


Algunos días después de esta intensa conversación sobre los bigotes del gato estuve en el Metro con Guille, fue horrible, nos empujaron, nos chocaron, nos golpearon con bolsos, bolsas, codos; daba lo mismo caminar por la derecha pues siempre había alguien de frente en sentido contrario. Antes de hacer la transferencia en Plaza Venezuela nos detuvimos en la pared donde todo el mundo se espera para dejar que pasara la mayor cantidad posible. Entre tanto, yo aproveché para explicarle que eso era normal en nuestro Metro, que estábamos sobrepoblados y que, además, teníamos políticas de planificación urbana poco eficientes, pero él fue menos complicado en su interpretación de lo que ocurría, sólo me dijo que las personas no sabían caminar por un mismo canal, que todos parecían gatos sin bigotes. Después de eso, cada vez que viajo en Metro no puedo dejar de imaginar qué raza de gato es cada quien.


En la foto, Hexe, en su posición de “Maja Peluda” y la cita es de http://www.mascotas.org/gatos/cuidados_basicos_de_los_gatos.html

¡Ese puesto es mío!

Hace días estaba en el campo de béisbol donde practica mi hijo Guille y me llamó la atención que mientras todos los representantes y acompañantes estábamos sentados en el piso, en la grama y en los muritos de construcciones inacabadas, el único asiento disponible lo ocupaba un perro.

Después de tomarle la foto a la escena, que es la que acompaña esta entrada, busqué al encargado del terreno para que me hablara sobre el dueño de la silla. “La Doña”, que es como se llama la perra, es la guardiana del lugar, muy fiel, buena compañera, juguetona y cariñosa, pero brava como una leona cuando se trata de defender lo suyo… y la silla es de ella.

Durante la conversación con el señor, fue inevitable caer en el tema de los asientos, la cortesía, la educación, la juventud, los valores y el metro. Cada vez que hablo con cualquier persona sobre el asunto, hay un punto de vista distinto pero muy válido. Por ejemplo, hay quienes opinan que los asientos, sean del color que sean, deben estar destinados para las personas de la tercera edad, para quienes tienen alguna discapacidad o movilidad reducida, para las mujeres embarazadas o para quienes lleven niños cargados. Creo que es válido, con condiciones.

Cuándo comienza la tercera edad, cuáles son los criterios que hay que tomar en cuenta para ceder el puesto. Tengo una amiga que tiene 66 años y se ve y se siente mejor que muchas de 35, mi abuela tiene 81 y tiene una energía inagotable. Recuerdo cuando mi amiga tenía 50 y tantos años, realmente me parecía mucho más vieja de lo que se ve ahora y las razones son que mientras ella tenía que salir a diario a trabajar (sin carro, en autobús, a pie, en lo que estuviese disponible como transporte público) se agotaba muchísimo más, tenía más estrés y, en consecuencia, se sentía peor; pero ahora, jubilada, ha sufrido una suerte de rejuvenecimiento gracias a que, según sus propias palabras, no tiene que cumplir un horario, caerse a golpes para abordar un vagón o una camionetita, entre otras razones, por supuesto. Ahora ella, cuando viaja en metro, se va para los vagones de los extremos, que son los que tienen los puestos azules, pero no para ir sentada, sino porque tiene más tiempo para desplazarse hacia allá pues no cumple horario y para no obligar a cualquier joven cansado de trabajar a darle el puesto a una persona de la tercera edad que realmente no lo necesita. ¡Mi amiga es mi heroína!

He visto personas que lucen cansadas darle el asiento a hombres y mujeres que llevan un bebé en brazos, yo misma lo he hecho, pero también he visto a otras que cargan al muchachote de 6 años para salirse con la suya; he visto a viejitas, en tacones más altos que los que usan muchas jóvenes, insultar a viva voz porque ellas viajan de pie, también he visto a algunos caballeros de sesenta y tanto en estado de ebriedad reclamando el puesto que les pertenece, he visto tantas injusticias hacia la gente joven que también se merece la oportunidad de viajar sentada después de un día agotador de trabajo…

Hoy pensé que La Doña, la perra cuidadora del estadio de béisbol, tenía toda la razón de ocupar la única silla disponible, ella espanta las ratas, las culebras, los ladrones y realmente no me imagino a las viejitas que van al estadio haciendo lo mismo.