sábado, 16 de abril de 2011

Estación Cupido

Adoro descifrar el código de los amantes, el de las miradas, la forma de tocar, las palabras secretas, los impulsos públicos. Cuando veo una pareja juego a adivinar si son amantes o no, observo la interacción y luego, cuando descubro parte de su código secreto, siento enorme satisfacción de saber que siempre hay quienes apuestan por un poco de complicidad.


Algunos espacios físicos también son sensibles a la emoción de amar, aunque no siempre tan dispuestos para el disimulo. Sé de lugares que están embrujados de feromonas, telas de arañas perfectas para los que no resisten la cercanía del cuerpo del otro aunque estén rodeados de miles de personas. Las escaleras del Metro, por ejemplo, tienen registros de espectaculares agarrones de nalgas, de abrazos de lenguas, de manos escurridizas y nerviosas que se deslizan del ombligo a un pecho como un reptil hambriento, capaz de desmembrar a quien interrumpa el osado contacto.


Pero para los mortales que transitan sin la locura de Cupido, tanto las escaleras mecánicas como las demás áreas de circulación y permanencia en el Metro cumplen otras funciones que nada tienen que ver con el oficio amatorio. Por eso creo que se deben sincerar algunas normas y usos de los espacios en nuestro Metro, voto porque en la señalización de las zonas preferenciales se incluya el icono del corazón; que incorporen asientos rojos destinados a los besos y amapuches intensos; que cuando digan por los altavoces que quienes no deseen caminar se coloquen hacia la derecha, incluyan también a quienes tengan la necesidad de abrazarse, besarse, tocarse; y por qué no, que agreguen un vagón X, acolchado, aromatizado y con música para necesidades más urgentes. No soy detractora del amor, al contrario, aplaudo que siempre existan motivos para cumplir los mandatos de Venus… pero con la asistencia de la prudencia, por lo menos en los espacios públicos.


Me pregunto si unas escaleras mecánicas hubiesen cambiado la suerte de Julieta…