jueves, 21 de octubre de 2010

Madame Tenedor


U
na señal de envejecimiento es la pérdida de la capacidad de asombro, por eso me gusta viajar en el Metro, porque veo tantas cosas extraordinarias que me siento como una niña de 7 años, el Metro es mi fuente de la juventud.



Mientras hago mi trayecto cotidiano escucho música, me imagino cosas y observo otras. De vez en cuando, si alguna conversación está interesante o hay algún evento que amerite más atención que la visual, me quito los audífonos y concentro mis sentidos en eso, especialmente si la mayoría reacciona y pide el linchamiento de algún usuario, que fue lo que le ocurrió a la loca del tenedor.



La protagonista de este relato tiene alrededor de 40 años, es lo que aquí llamaríamos una persona normal: cara común, ropa común, cuerpo común, tan común y tan normal que cansada de tantos atropellos decidió valerse de un objeto común para solucionar algo que ya se considera normal entre los usuarios del Metro: la falta de respeto, de consideración y de tolerancia.



Para poder ingresar al vagón, Madame Tenedor, nombre con el que he decidido bautizar a mi nueva heroína, decidió una mañana a las 7:45 abrirse paso con pinchazos a diestra y siniestra entre los usuarios mal vivientes que se quedan atravesados en las puertas. Ataviada con una corona de tenedores de plata y otro muy pequeñito y filoso en la mano, ella materializó lo que muchas veces he pensado debería ocurrir, que alguien tomara acciones contra los abusadores de oficio que no respetan las normas de sana convivencia en los espacios públicos.



Algunos problemas no ameritan soluciones homeopáticas, no justifico que la violencia se combata con más violencia, pero sí aplaudo la determinación de mi heroína por hacer algo cuando el sentido común de los usuarios no funciona y el sistema no actúa a pesar de tantas quejas, señales, comentarios, peleas, gritos y otras formas de agresión. Si a este mal no se le encuentra una cura rápidamente, vendrán Mr. Pistolón, el Sr. Navaja y el mismísimo Jack el Destripador a vengarse de un sistema indiferente, que va estimulando la formación de sociópatas en vez de la de ciudadanos.


Yo, mientras no vea que esto cambia, le rendiré culto a Madame Tenedor, eso sí, estaré un poco más paranoica de lo normal y bien lejos de la entrada de los vagones, no vaya a ser que en medio de uno de sus trabajos como justiciera la señora se confunda y me puye un ojo.



Como no pude fotografiar a Madame Tenedor, cosa que es usual en los superhéroes, mi querida comadre, a quien le dedico con mucho amor este post, se prestó como modelo.

domingo, 10 de octubre de 2010

Pole dance en el Metro



Si de técnicas de seducción se trata, el baile es una de las más antiguas y multisensoriales que el ser humano ha podido experimentar. El baile no sólo es tacto, es olor que va y viene con cada movimiento, implica mirar y respirar de determinada forma, interactuar con el disfrute y la intención.

Los venezolanos aprendemos a bailar desde que estamos en el vientre, pues dentro de los rituales del embarazo está el de bailar la barriga para que el muchacho salga alegre y el parto sea feliz. Venezolano que se respete baila hasta los comerciales de televisión, los repiques de los celulares y la música de la fiesta del vecino, lo cual quiere decir que no hay dudas de que en este país a nadie le quitan lo baila’o.

Desde hace algún tiempo está de moda danzar en el tubo, pero lo que el resto del mundo no sabe es que el pole dance, como se conoce este arte, tiene una variante caribeña que se ha ido perfeccionando desde que en Venezuela rodó el primer autobús.

Todo comenzó cuando Cheo, compadre del portu a quien se le ocurrió crear la primera línea de autobuses, quedó desempleado. Como parte de la camaradería que nos caracteriza, el portu le consiguió una licencia de 5ta a su compadre, quien por cierto no sabía manejar, y le dio trabajo. Cheo, muy emocionado, recogía todos los pasajeros que a la fuerza entraban en el autobús y éstos, entre maromas y chistes hallaron en los tubos pegados al techo, en los bordes de los asientos y en la entrada del vehículo miles de formas de agarrarse y de sobrevivir a los frenazos suicidas del loco conductor. De allí surgió el código de ética de los conductores de autobuses y la particular versión criolla de uno de los bailes más eróticos del momento.

La inauguración del Metro de Caracas, el 2 de enero de 1983, no interfirió con la práctica de este baile, al contrario, el error de cálculo sobre el crecimiento de la población caraqueña con respecto a la capacidad de pasajeros que en condiciones humanas deben caber en andenes y vagones obligó a los usuarios a encontrar nuevas maneras de contorsionarse en los tubos: con la yema del dedo, con un dedo simulando un gancho; con dos mientras alguien le recuesta la barriga en la espalda; con la barbilla pegada al pecho para no oler la axila del prójimo; con la mejilla en el tubo, una mano en la cartera y en la otra el celular, entre otras.

Lo maravilloso del pole dance al estilo Metro de Caracas es que su práctica no discrimina ni por edad, sexo o condiciones físicas, tampoco exige usar ropa sexy y lo mejor de todo es que cada sesión es muy económica, pues viene incluida en la compra del ticket para ingresar al sistema.

Después de todo ese entrenamiento es difícil no entender por qué los venezolanos somos además de excelentes bailarines, los más sexys del planeta.

Por cierto, recientemente el Metro de Caracas condecoró a Cheo por sus 20 años de servicio como instructor estrella de manejo de trenes. Su legado se deja sentir tras cada mentada de madre después de esos frenazos a los que aún no nos acostumbramos.

viernes, 8 de octubre de 2010

El valor de un gallo



Hace días conversaba con una viejita apureña que conocí en el Metro. Ella me contaba muy entusiasmada que en su monte, como ella misma lo llama, la Madre Tierra le provee de todo lo que necesita. Por ejemplo, me dijo que nunca en su vida ha necesitado de ningún aparato eléctrico que le recuerde que debe salirse de su hamaca porque el gallo del corral canta tempranito y le anuncia que ya casi sale el sol. Qué maravilla, ella sólo alimenta a su gallo con los restos de comida y algo de maíz y a cambio tiene no sólo su bello canto cada madrugada; también él se come cuanto bichito anda por ahí, monta las gallinas y hasta le espanta los malos espíritus.

Tres días después de la tertulia con la señora, vi en Plaza Venezuela un episodio revelador, muy relacionado con lo que ella me comentaba. En la cola por la zona demarcada para ingresar al vagón, casualmente ordenada ese día, observé a un señor que llevaba algo que se movía dentro de una funda de almohada. En mi afán por ver qué cosa viva viajaba clandestinamente, decidí perseguirlo hasta que no me resistí y le pregunté qué era. El señor me respondió con hechos, con mucha sutileza abrió la funda y rápidamente asomó la cabeza un lindo gallo blanco y marrón, asustado y acalorado por el encierro.

Mientras él le daba un poco de aire con su mano y los otros curiosos se acercaban para ver al gallo casi asfixiado, tuve una visión ecológica de cómo emplear soluciones naturales y económicas a varios de los problemas que nos aquejan en el bizarro mundo de nuestro subterráneo transitar. Pensé que como muchos usuarios aún no han entendido la razones por la cuales no deben ingerir alimentos en el sistema Metro, los gallos, y por qué no algunas gallinitas, podrían servir de exterminadores naturales de las miles de chiripas que también viajan, se casan y se reproducen en los vagones a causa de las toneladas de migajas de comida y papeles de chucherías que lanzan al piso. Esto, a su vez, evitaría emplear algún químico en polvo o líquido que además de matar a la plaga también exterminara a los usuarios débiles de salud, en vista de que no hay extractores de aire y de que el aire acondicionado nunca funciona.

Otra fortaleza del gallo es su hermoso canto, el cual surgiría sin problema alguno dado que desde hace mucho tiempo nuestro Metro no dista mucho de parecer un gallinero. Ya me imagino unos cuantos ejemplares con sus chalequitos identificados, colocados en unos tablones sobre cada puerta y con un mecate atado a la cola, que llegaría hasta el operador del tren, quien en vez de accionar la tradicional señal de cierre de puertas, sólo tendría que halar el mecate para que el gallo cantara. Esto sustituiría el estridente sonido de la alarma que deja los oídos de quienes están cerca de las cornetas con unos decibeles menos de captación. Los tablones, bordeados de alambres de púas tricolor, evitarían asimismo que los usuarios con menos cerebro que el plumífero se guinden de esa parte de la puerta para entrar a presión cuando ya no cabe ni una chiripa más, lo que a su vez también eliminaría lo empujones e insultos innecesarios, unos cuantos pisotones y las mentadas de madre que generan más peleas que soluciones.

Ese chillido del gallo cumpliría otra importante función: romper la mala vibra que tras cada cierre de puertas dejan las maldiciones que lanzan los usuarios por los retrasos, por la falta de aire, por aquellos que se atraviesan en las puertas, por los que llevan su música a todo volumen y aún no saben convivir en un espacio público, por los que hablan mal del prójimo, en fin, por todo aquello que podría solucionarse con un poco de voluntad por parte de todos. Por último, para fomentar el reciclaje, los usuarios aprenderían a clasificar los desechos en sus hogares y le traerían a los gallos todo aquello con lo que éstos pudieran alimentarse, de esa forma se estaría desarrollando un proyecto autosustentable.

Y si en algún episodio desafortunado un gallo resultara herido, pues simplemente alguien podría llevarse su gallo muerto y garantizar el sancochito de ese día. Nada mal para estos tiempos de crisis económica y ambiental.

Gracias a la señora apureña con quien hablé ese día, de quien, por cierto, no sé su nombre.