lunes, 25 de mayo de 2009

Pepe Le Pew encontró a su gata

De niña siempre me causó mucha risa ver los episodios de las comiquitas donde aparecía Pepe Le Pew. Me hacía mucha gracia ver cómo el zorrillo confundía a la gata que accidentalmente se había teñido el lomo con pintura blanca y más aun ver cómo la pobre evadía los intentos amorosos de él. Hoy no dejo de reconocer que pese a lo gracioso, Pepe Le Pew actuaba como un verdadero psicópata, y pienso en la gata, tan aturdida por el acoso y especialmente por el olor del zorrillo.

Hace poco tiempo regresaba a casa en Metro con una amiga. Mientras conversábamos sobre tantas cosas, surgió el inevitable tema de las p
arejas: que si qué difícil es encontrar a alguien que llene todas las expectativas; que si los que te gustan están ocupados, etc. De pronto en una de las estaciones entró una pareja muy particular, era literalmente una pareja de indigentes, y fue precisamente el olor de él lo que me hizo evocar a Pepe. Al ver el trato que él le daba a ella, tan amoroso y delicado, tan besucón y entusiasmado, pensé en cualquiera de los episodios en los cuales el zorrillo derrochaba besos y elogios sobre la gata; pero como si se tratara esta vez de un capítulo en el que por fin es correspondido, ella, nerviosilla como la gata de las comiquitas, disfrutaba el cortejo incesante, público y tierno; incluido el olor, estoy segura.

Puedo asegurar también que todos los que viajaban en el vagón estaban atentos a la escena, nadie se quejó del olor, como sí suele ocurrir cuando en horas pico se monta algún zorrillo; todos observaban a la pareja, tan romántica, tan felices y tan fuera de este mundo. Pienso que cuando no tenemos a quien amar hacemos falsos ideales de lo que pensamos que sí nos gustaría, pero la verdad es que cuando llega “ese” que despierta “eso” en el corazón, los demás sentidos se atrofian y todo se ve, se siente y huele maravillosamente bien. Lo percibí colectivamente ese día, en el que una escena de amor pudo más que el mal olor en un vagón sin aire acondicionado. Ojalá Pepe Le Pew aún la esté pasando bien.

sábado, 16 de mayo de 2009

Moco a la carta

Cuando se trata de temas tan íntimos como escatológicos, por ejemplo sobre los mocos, bien vale la pena emplear una pregunta retórica: ¿quién en su vida no se ha comido un moquito? Por supuesto que durante la infancia esta práctica suele ser divertida y hasta cierto punto graciosa y permitida. Mi hijo de 6 años aún se los come, pese a las miles de advertencias y regaños. Siempre le digo los típicos argumentos: “eso es feo”, “eso es cochino”, “eso no se hace”, “te vas a abrir un hueco adicional a los dos que ya tienes”, "un día de estos te va a salir un gusano por esa nariz", "el dedo se te va a poner verde de tanto que te lo metes en la nariz", entre otros que puedan servir para que él deje de comerse los mocos. Por supuesto que después de repetirlo tantas veces, él ha entendido que, por lo menos en público, no debe hacerlo.

A diario viajo en Metro, con mis respectivos audífonos –sobre ese tema hablaré luego-, y como tengo los oídos ocupados los ojos están alertas más allá de lo normal, así que me dedico a observar descaradamente a todo aquel que viaja en el mismo vagón. Creo que tengo material para escribir una enciclopedia sobre las prácticas más comunes de los viajeros del Metro, seguro que sí. Para no darle más vueltas al asunto, les diré que “la comedera de mocos” es una de las que más me llama la atención. Es increíble observar el nivel de abstracción, meditación y quién sabe que otro estado profundo de la mente al que llegan los comemocos, tanto que se olvidan de que hay un gentío observándolos. He visto comemocos profesionales, sí, esos que se sacan disimuladamente el menú de la nariz, lo atrapan entre los dedos índice y pulgar, lo bajan a la altura de las rodillas –generalmente van sentados- abren un poco los dedos y miran el bocado con el rabo del ojo y luego de certificar si tiene la textura y color deseado – es lo que me imagino- van y se lo comen. También están los descarados, aquellos quienes simplemente introducen el dedo, palpan el manjar y lo llevan con mucha naturalidad hasta la boca, y punto. Pero mis favoritos son los juguetones, aquellos que, luego de sacar la chuchería del horno, la toman entre sus dedos, hacen rollitos, pelotitas o quién sabe qué y luego, sin pudor alguno, la saborean con la tranquilidad del niño que está viendo alguna comiquita en la comodidad de su habitación.


No juzgo a los comemocos del Metro, ni a los que lo hacen mientras manejan o en otras situaciones; pero hay que reconocer que ciertamente la cosa se ve fea, cochina y rara, independientemente de que quien lo hace esté en pleno Nirvana. No sé si los psicólogos tienen alguna denominación científica para catalogar este hábito, la verdad no sé de ningún dios griego al que se le pueda atribuir el síndrome o complejo, así como el de Edipo; no he sabido tampoco de ningún grupo de ayuda dirigido exclusivamente a los comedores compulsivos de moco, sin embargo creo que debería hacerse alguna campaña por lo menos para que quienes disfrutan de degustar la cosa en cuestión en público, tengan piedad de quienes no lo hacen. Yo voy a contribuir con esta causa, seguiré trabajando duro para que Guille deje de comerse los mocos.