Los humanos dependemos de la zona demarcada. Nada más imaginen que, por ejemplo, las zonas claves de nuestro cuerpo cambiaran de lugar a su antojo. Sería toda una odisea comer si la boca se desplazara por donde ella quisiera y tuviéramos que invertir tiempo en encontrarla para introducir cada bocado; ni siquiera me atrevo a imaginar qué sucedería si el ano hiciera lo mismo, o todo lo que implicaría hacer el amor si la vagina estuviera un día en la espalda y el pene en el lugar de la oreja… y al día siguiente quién sabe dónde.
Cuando el Metro se hizo indispensable para la mayoría de los caraqueños, no había zona demarcada intencionalmente por los planificadores del sistema, pero sí por los usuarios quienes buscaban en el piso del andén la parte más desgastada y con esas señas podían deducir que justo en ese lugar se abrirían las puertas del vagón. Luego se formalizaron las marcas en el piso y a partir de allí ha habido dos formas de intentar organizar a los usuarios: primero con unas franjas que dibujaban una pirámide que se iba abriendo desde los laterales de las puertas, y luego con el laberinto, muy adecuado para la cantidad de usuarios.
Puedo decir a favor del Metro que esto ha sido parte de la solución al caos de las horas críticas, por lo menos ha logrado que los usuarios –obviemos a los que aún tienen en sus mentes la práctica del coleo- respeten los turnos y valoren la importancia del orden en un sitio tan concurrido. Pero mientras éstos intentan organizarse, los conductores del tren no tienen ni la menor idea de para qué sirven esas marcas amarillas, pues se detienen donde mejor les parece, más atrás o más adelante, y el caos revive con más furia… como me imagino debe sentirse si ante unas inmensas ganas de defecar uno no supiera dónde está el ano en ese momento.